Aquí la muerte llena de vida los hogares, panteones y veredas, que rebosantes de altares, flores, comida y velas, manifiestan la riqueza tradicional de este estado. En la noche del primero de noviembre se colocan ofrendas en las tumbas de quienes materialmente ya no existen, para venerar lo que fueron. Los ritos se llevan a cabo según las costumbres de cada región, y aunque con algunas variantes sigue perdurando los fundamental: celebrar a los muertos, recordarlos y festejar con ellos. Los habitantes de Janitizio participan en un rito tradicional que es un deber sagrado, el cual honra por igual a vivos y muertos. Mujeres y niños de la isla llegan al panteón y se dirigen hacia las tumbas de sus antepasados bajo un silencio que contrasta con la luz de las velas, mientras colocan los alimentos predilectos de sus difuntos y su petate. A diferencia de lo que ocurre en Janitizio, los habitantes de Tzintzuntzan se esmeran en elaborar los mejores productos artesanales -loza negra y vidriada, loza blanca, ángeles de paja, frutas y madera tallada- para colocarlos en las ofrendas. En Jarácuaro las tradiciones son más puras: se coloca un arco de flores por cada barrio de la isla y la danza se convierte en la luz de la plaza principal.
La ceremonia actual de velación de la noche de muertos se deriva de la conquista espiritual que llevaron a cabo los encomenderos españoles y colonizadores en Michoacán. Entre los antiguos mexicanos se realizaban significativos rituales alrededor de la muerte, los cuales impresionaron tanto a los primeros conquistadores que, a través de la evangelización, introdujeron nuevas ideas, dando lugar a un sincretismo religioso muy marcado. Antiguamente, Tirepitío era un importante centro religioso dedicado a los antepasados. Ahí se ofrendaban flores amarillas (cempásúchil) y en el día consagrado a los muertos los mexicas subían al techo de su casa y gritaban el nombre de sus antepasados (dioses primigenios) mirando hacia el norte, para que recibieran los alimentos que habían puesto en la puerta. Durante la Colonia la costumbre se fue arraigando poco a poco en Michoacán, a tal punto que actualmente es el centro de atención de nacionales y extranjeros.
Un altar de muerto, su color, su aroma, su luz y su contraste motivan a no quitar la vista de cada uno de sus elementos. en cada región el altar representa la bienvenida a los muertitos que vienen de visita después de un largo recorrido por el Más Allá. Los elementos que conforman un altar no son casuales: el agua, que simboliza la fuente de la vida, se ofrece a las almas para mitigar su sed y que se fortalezca para el viaje de regreso; antiguamente se utilizaban rajas de ocote prendidas, pero hoy en día -especialmente por la noche- se encienden velas, veladoras o cirios, cuya flama representa la fe y esperanza e ilumina el camino para que los difuntos encuentren su antigua casa terrenal. El petate ofrece descanso, y el banquete se complementa con pan de muerto, panes redondos y de color rosado, que junto con las cañas simbolizan los huesos de los muertos. En cada altar se suele colocar, además, una foto y ropa del muertito para que éste lo identifique fácilmente.
De acuerdo con el mito de estas comunidades, las ánimas en el uarhicho (el cielo purépecha) siguen desempeñando el oficio que por tradición reconocen como suyo. Trabajan, caminan, comen, duermen, se cansan, se enojan y también hacen fiesta. Por ello, requieren nuestra ayuda para cubrir algunas de sus necesidades. Todo eso se les puede hacer llegar el día de la Fiesta de las Ánimas, cuando vienen de visita y de paso se llevan todo cuanto se les coloca en la ofrenda.
En nuestros días, la conmemoración del día de muertos conserva esa carga significativa, religiosa y popular que sigue rindiendo tributo a los ya idos, en un ambiente de duelo y de fiesta, de tristeza y de algarabía, porque pervive la creencia en la continuidad de la vida después de la muerte, de que las almas de los muertos viajan y se comunican con los vivos; la incertidumbre acerca del destino de las almas provocada por la certeza del juicio final que enviará a los espíritus al cielo, al infierno, al purgatorio o al limbo, siguen siendo el sustento y razón de ser de los rituales funerarios.
En Michoacán, las celebraciones comienzan desde el 31 de octubre, con la cacería del pato, actividad a punto de desaparecer por la escasez de palmípedos, pero que aún se efectúa, a la que sigue la colocación del altar de “angelitos”, el día 1º de noviembre, para concluir con las honras a los difuntos el día 2.
El rito central de ofrendar consiste en que los de la casa, que son quienes han preparado la comida y el altar, reciben la visita de parientes y amigos quienes también colaboran en la ofrenda y en el altar, para juntos esperar al ánima.
Una variante o complemento de lo anterior, es lo que se conoce como velación en el panteón, ya que para algunas comunidades cobra mayor relevancia hacer la espera en el camposanto. Para ello, se adorna cuidadosamente la tumba: se coloca el arco de flores, con adornos de fruta y pan, se encienden velas encima sobre la tumba y se monta una ofrenda.
Para las ofrendas, uno de los elementos que más destaca por su colorido aroma y abundancia es la flor de tiringuini, (cempasúchil en náhuatl) o flor de muertos. Vivifica y purifica, dispone un ambiente limpio para el encuentro con el ánima y con lo sagrado. Posteriormente, la familia se sienta alrededor a “velar” que es un modo de convivencia con el ánima, comen, beben algo caliente e incluso, hay quienes duermen ahí.
Otro elemento, es el pan en forma humana, el cual aunque se elabora con la misma harina de pan para otras fiestas posee otro sentido, tiene la forma del ánima que se espera, se coloca junto al altar o tumba donde el ánima cuando llega lo come y al mismo tiempo lo impregna de su esencia.
La elaboración del altar sus dimensiones y complejidad es tan variada como el gusto de los parientes a quienes corresponde su elaboración consideren. También se toma en cuenta si es el primer año o si ya es un altar pequeño y sin fiesta, sólo para seguir ofrendando a las animas de familia.
Es común escuchar que el altar tiene cuatro niveles y su correspondencia con sus elementos. Cada comunidad vive y reelabora su costumbre de manera particular de tal suerte que puede haber semejanzas en cuanto al uso de elementos, pero no existe un modelo único de altar.
La noche de primero de noviembre los tarascos celebran el “terúscan” (rapiña organizada con permiso de las autoridades), un juego ritual en el que un prioste (guía que es nombrado el 19 de marzo y se encarga de coordinar las celebraciones) acompaña a los jovenes del poblado a tomar a escondidas las mazorcas de maíz, chayotes, calabazas y flores que se encuentran en los sembradíos y techos de las casas. Mientras, los ancianos esperan en el atrio de la iglesia o en la Huatapera para coer lo recolectado y distribuirlo entre todos para realizar un convivio. Al día siguiente se recoge la Ofrenda de los Frutos de la Cosecha (Camperi) solicitando en voz alta “¡Camperi, Camperi, Camperi!” y se entrega lo obtenido al sacerdote, quien dice los responsos en el templo esa misma tarde.
Aunque las particularidades de esta tradición varían en las distintas regiones, siempre está acompañada de alegría, recuerdos, danza, cantos, plegarias, juegos y comida, con lo cual la muerte se torna un hecho inolvidable pero no temible, una pérdida corporal pero no una tragedia que implique un drama nostálgico; a contrario: es una fiesta por los que ya no estan pero una vez al año regresan de visita, sin necesidad de un mapa, guiados por el reflejo del lago de Pátzcuaro, para ubicar un camino encendido de velas y cantos. Y todo el mundo se esmera como anfritión, con lo mejor que tenga, porque luego de la corta visita los difuntos continuarán su camino en el Más Allá… hasta el siguiente noviembre.
Estos rituales se llevan a cabo principalmente en la región lacustre del lago de Pátzcuaro y algunas otras comunidades purhépechas.